lunes, 21 de febrero de 2011

Falta su calor

Hoy tengo la necesidad de desnudar mi alma un poco más de lo habitual para contar que a veces echo mucho en falta el calor de los seres queridos fallecidos.

Cada vez que alguien apreciado muere, me deja una sensación de vacío que no parece que se vaya a llenar nunca más. Aunque sé que ya no están aquí, mi alma parece tener una memoria profunda, intensa e indeleble de ellos, como si todavía siguieran con nosotros. Una sensación difícil de sincronizar con la falta de su calor que siente mi cuerpo.

La persona que nos dejó ya no está aquí y encuentro complicado olvidarla y seguir adelante con normalidad, tarea que me parece imposible. Me falta ese sentido que le daba la persona querida, que ya hemos entregado a la tierra que le dio forma humana y que amé tanto.

Y es que mi dolor es egoísta. Es mi pérdida lo que me entristece y acongoja, aún sabiendo del descanso que otorga al alma deshacerse del cuerpo.

La vida que yo sí mantengo me parece a ratos baldía, anodina. El simple hecho de respirar (acto que ya no realizará nunca más el ser fallecido) me produce remordimientos. Cada día que pasa me creo menos merecedor de la vida, cuando me comparo con esos seres tan queridos que han iluminado tanto este mundo y que ahora parecen tan apagados a mis ojos.

Mientras están vivos, puedes compartir con ellos alegrías y penas, éxitos y fracasos, dolores y placeres, discusiones y reconciliaciones. Todo muy terrenal, todo muy físico y palpable. Cuando mueren, se hace difícil seguir sintiéndolos en esos momentos.

Actos cotidianos que antes eran muy familiares y que hacía sin más trascendencia (hacer la compra, ducharse, comer, ir todos los días a la oficina) ahora me parecen lejanos, ajenos, realizados con indiferencia, despojados de todo significado.

No es que el dolor sea tan insoportable que no me apetezca hacer nada. No, no es eso. Es que todo se vuelve confusamente irreal, indolente y anodino ante al poder brutal, demoledor, implacable y absoluto de la Muerte (con punto y final).

Con cada uno de ellos muere también una parte de mi normalidad, un pequeño trozo de mi realidad, volviendo extraña mi existencia, desprovista de toda la cotidianeidad que ellos me transmitían en vida.

Ahora entiendo a alguna gente mayor (y no tan mayor) que, cuando han perdido a muchos de sus familiares, queridos o conocidos, ya no le dan mucha importancia a la realidad (votar, dormir, vestirse) que para ellos ha ido muriendo poco a poco, hasta el punto de sentirse los únicos habitantes de ella.

Menos mal que me queda el apoyo de los que quedan todavía a mi alrededor, que no me dejan hundirme en mi tristeza, y el consuelo de que me reuniré con todos ellos más adelante. Ambas consiguen transformar ese "punto y final" en un "punto y aparte".

Si no, cada día me sentiría más sólo y le tendría todavía mucho más miedo a la Muerte.

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