martes, 20 de febrero de 2007

La noche, el día y un poco de empatía

"Vista desde la habitación 7626 de la clínica de la Concepción"
2007.













La noche del martes al miércoles de la semana pasada estuve durmiendo en la Fundación Jiménez Díaz, en Madrid. A mi padre le tenían que hacer una batería de pruebas y le ingresaron allí toda la semana, para que fuera todo más rápido y cómodo.

Salí a desayunar por la mañana ya que las cafeterías hospitalarias suelen ser de una calidad ínfima y, la de esta clínica en concreto, peca además de unos precios sobrecargados.

Nada más salir a la calle observé dos cosas, acerca del entorno hospitalario, en las que nunca me había fijado y que me parecieron curiosas:

Una: Siempre hay un quiosco y un puesto de flores a la entrada de cualquier hospital. No sé porqué nunca encuentro más puestos de este tipo en las cercanías. Es la constatación empírica del clásico monopolio.

Dos: Se distingue perfectamente a familiares y amigos de los pacientes, de los médicos y auxiliares que atienden el hospital. Los primeros andan presurosos y con cara de preocupación, la mayoría con la mirada puesta en el suelo y agarrados del brazo de su acompañante, formando una piña. Los segundos andan despreocupados, sonrientes y alegres, aunque el tiempo no acompañe y esté lloviznando, como era el caso.

Como iba yo solo a desayunar, me dio por pensar en la famosa teoría acerca de esos espíritus que el Homo Credulis, capitaneado por Iker Jiménez, llama fantasmas, y que dice así: en el sitio donde ocurren o han ocurrido desgracias, allí hay más ectoplasma y, con toda probabilidad, más fantasmas y fenómenos para-anormales que en ningún otro sitio del planeta.

Si esto fuera cierto, las urgencias de cualquier hospital deberían contratar a un equipo externo de cazafantasmas, porque se ve que la gente llega muy desgraciada a esa zona del hospital. Y deberían salir unas plazas como personal interino dicho equipo en la parte de enfermedades terminales, porque allí si que hay muchísimas desgracias. Y, directamente, deberían ser forenses-cazafantasmas los que se ocupan de la morgue.

Gracias a mi tribu y, sobre todo, a mi padre, el Buen Salvaje sabe que el paso de esta vida a la otra no es más que eso: un paso más de la existencia, como la transición de la noche al día. Lo que ocurre es que no conocemos el otro lado y este desconocimiento nos provoca miedo. Pero nuestra alma humana sí que lo conoce y se pasa la vida pensando en él, buscándolo, hasta que finalmente consigue desprenderse de la carne y alcanza al fin su propio paraíso inmaterial.

La preocupación de familiares y amigos es comprensible alrededor de los hospitales pero, en el peor de los casos, hay que pensar que la muerte no es más que un alivio natural de ese dolor y ese sufrimiento que a veces nos provoca la naturaleza.

La muerte no es un adiós, es un hasta luego. Otra cosa es que echemos de menos a aquellos que se han ido y que tengamos que esperar aquí un tiempo hasta reunirnos con ellos de nuevo.

Debido a esta creencia, profundamente arraigada en mí, y a que yo estaba convencido de que mi padre no tenía nada grave, en mi pensamiento no había sitio para la preocupación. Aún así, decidí mientras desayunaba que, de vuelta al hospital, procuraría adoptar la actitud de esos familiares y amigos apesadumbrados, con el objeto de pasar desapercibido y por solidaridad con su dolor y pesadumbre.

Entonces pensé, sin maldad ninguna y sin ánimo de ofender, que la empatía es así: o la tienes o la finges un poquito.

Actualización: Después de publicar esta entrada, me enteré de que el padre de una amiga mía había fallecido de madrugada. Desde aquí deseo transmitirle mi pésame, aunque ya lo hice ayer por la tarde en persona, y pedir una oración por su alma. Se merece descansar en el cielo más que nadie, ya que era una persona genuinamente ejemplar, y que ha educado (junto con su mujer, por supuesto) a unos hijos con una personalidad y una bondad envidiables.

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